7.6.06

GROSERIAS & VULGARIDADES


En esta oportunidad se presenta esta temática que normalmente es desechada de entrada dada su naturaleza. O, digan si no es cierto que una inmensa mayoría piensa que referirse a las groserías, retahílas, malas palabras, injurias, insultos, etc, no es debido ni permitido para la gente bien.

Como se trata de enfocar aspectos que merecen analizarse, no solo por novedosos e interesantes sino porque tienen su valor, veamos los siguientes escritos y de ser posible comentémoslos.

De arranque aclaramos que no son de nuestra autoría y presentamos las debidas disculpas sin por publicarlas llegamos a herir cualquier susceptibilidad.



Malas Palabras (Parte primera)

Por: Alfredo Gutiérrez Borrero
Originalmente publicado en www.proyectod.com (abril 1 de 2000)


Los humanos —al menos en occidente— vivimos inmersos en una cultura obsesionada con la limpieza y las buenas maneras; una cultura seria y respetable. Incapaz de reír de sí misma. Nuestras ciencias y artes, las mismas que originaron el ballet y enviaron al hombre a la luna, han progresado gracias al idioma distinguido, el refinamiento estético y la precisión matemática. Pero el exceso de cortesía y corrección hizo hipócrita al mundo moderno: sus normas, constituciones y religiones, sus teoremas y mandamientos, pretenden darle unas virtudes, cualidades y sentimientos que no tiene.

Y es que hay mucha distancia entre lo que la humanidad piensa y lo que la humanidad dice; como muestra de ello (y a pesar de siglos de esfuerzo educativo) las groserías —esas toscas expresiones de segunda— son hoy poderosas y numerosas; ellas, pese a estar ‘prohibidas’ en los ámbitos respetables y desterradas del habla ‘elegante’, continúan siendo las palabras más utilizadas: divirtiendo a unos y ruborizando a otros, chistosas o insultantes, las ‘malas’ palabras, constituyen la más natural y vigorosa expresión del lenguaje humano. La única que exterioriza la sinceridad de la que los adultos despojan a los niños.

Yo me cuento entre los que desean un mundo más mal hablado pero mejor vivido. Después de todo, las groserías no son tan malas palabras como esos aristocráticos términos políticos y científicos que hablaban los que masacraron a los judíos, idearon los campos de concentración o detonaron las bombas atómicas. Los macabros actos que a lo largo de la historia consumaron quienes perseguían, lo bueno, bello y verdadero o defendían la superioridad de una religión o una raza sobre las demás, me hacen suspirar por lo básico y me obligan a desagraviar las groserías.

Esas mismas groserías han jugado, pese al desprecio general, un papel muy importante en la construcción de la parte menos censurable de la sociedad contemporánea, y el inconsciente colectivo lo sabe: Las llama ‘palabrotas’, porque son más grandes y fundamentales que esas otras palabras ‘solemnes’.

Para muchos el léxico que recurre a ellas es ordinario y posee un carácter vulgar, falto de calidad; pero lo ordinario es lo común, suele suceder y hacerse costumbre generando hábitos. En ese sentido las groserías son expresiones con identidad (del latín ident e idem: lo que se repite una y otra vez) dotadas de una singularidad indisciplinada. Por tal motivo se usan para librarse de la obligación, del vínculo forzoso que las condiciones sociales imponen, de la veneración a los reglamentos.

La capacidad libertadora del vocabulario vulgar es refrescante frente al autoritarismo moral que administra el idioma y constriñe a denominar ciertas partes íntimas del cuerpo humano y determinados actos físicos ‘secretos’, sobre los que impera el tabú, con eufemismos (modos de expresar con suavidad ciertas ideas), metáforas (figuras retóricas que transportan el sentido de una palabra a otra mediante una comparación mental) o términos científicos. Así, donde los discursos estudiados hablan de ‘los testículos’, ‘los bulbos de la vida’ o ‘las gónadas sexuales masculinas’, el glosario chabacano dirá escuetamente ‘las güevas’.

Del mismo modo lo vulgar es democrático en su desnudez y liberal en su generosidad, es como saber respirar o poseer el secreto del latido del corazón: una prerrogativa existencial, algo que todos los hijos del cosmos recibimos gratis. Algo sobre lo cual la educación corporativa no ha conseguido convencernos de que no lo sabemos para cobrarnos por enseñárnoslo.

La engreída erudición se empecina en señalar que lo popular, por público, es barato y carece de valor. Empero lo trivial hermana al género humano pues ningún pueblo en su estado silvestre es defectuoso.

Al lenguaje cotidiano se le designa ‘prosaico’ por que su estructura no está sujeta, como la del estilo poético o el enunciado científico, a la medida y a la cadencia; es propio del arrabal, o sea de las afueras de la ciudad, y es plebeyo porque lo usa el pueblo: esa multitud que ignora los nobles tecnicismos de los patricios sintéticos que fabrica la industria pedagógica.

Al individuo civilizado, que ha pasado años prisionero en las aulas pagando por aprender y adquiriendo grados y pos grados universitarios, se le adiestra para buscar la oportunidad y el dinero. Su máximo interés es el trabajo lucrativo que genera utilidades. Eso es lo que hace la gente decente. Asombrosamente, ‘decente’ procede del latín ‘decet’ que significa ‘conveniente’ (y a su vez ‘conveniente’ es lo que causa utilidad), y por ello lo que no contribuye al esquema monetario es inútil. O indecente. Ahora bien, si la invención del dinero fue ventajosa o perjudicial para la sociedad es algo tan discutible como si lo fue la invención de la pólvora.

Parecería que el humano, muy orgulloso de su presente mecánico y tecnológico, trata a toda costa de negar su estirpe animal, de ocultar su vínculo con la naturaleza. Debido a eso las groserías son conocidas igualmente como ‘rusticidades’ (y lo rústico es lo relativo al campo: del latín ‘rusticus’). Para encubrir su pasado selvático la humanidad inventó la arquitectura y gracias a ella fabricó el ambiente más antropocéntrico de todos: las ciudades o urbes. Ahora el dogma moderno llama ‘urbanismo’ al grupo de pautas técnicas, administrativas, económicas y sociales que se refieren al progreso armónico, coherente y humano de los poblados; y además designa como ‘urbanidad’ a la cortesía y a los buenos modales. El mensaje siempre es el mismo: el hombre urbano, económico e ilustrado, es bueno; y el hombre rural, ecológico y analfabeto, es malo. El humano urbano es correcto, porque ha recibido la corrección del castigo social, ha sido domado de sus ímpetus salvajes mediante la instrucción; el humano rural no ha sido corregido y su pasión bestial continúa indemne.

Entonces resulta que el humano inculto es impuro, no ha sido purgado del estigma animal, es sucio: obsceno. Y lo obsceno es indecente, carece de modestia.

En ese punto la tradición dice que Adán, por haber caído en la trampa de los juicios de valor, se avergüenza de su desnudez y confecciona el primer vestido, se cubre, se disfraza, pierde su condición divina y se hace humano. Desde entonces las virtudes implicarán represión y sometimiento, y los vicios (que son la imperfección), independencia y anarquía. Desde entonces la desnudez es obscena, y amenazante.

Veamos la definición de desnudez que da la edición de 1853 del “Nuevo Diccionario de la Lengua Castellana”: «Desnudez, f. (sustantivo femenino), Falta de vestido, de ropa, de cosa que tape, cubra o abrigue y ponga al cuerpo en estado de presentarse con decencia, o por lo menos sin ofrecer sus carnes a la vista. fig. (en sentido figurado), Pobreza, miseria, estrechez, desamparo, desabrigo, indigencia, necesidad, abandono, situación crítica, desesperada, cruel, etc. »…!!!

De nuevo el mismo código sobreentendido, la visión del cuerpo humano sin adornos, ni cobertura como algo malo que hay que ocultar con el vestuario: diseñando modas. Y nuestra vida animal colectiva hay que vestirla también. Construyendo viviendas y edificios.

Lo obsceno se convierte en contrario al pudor. Y el pudor es una especie de reserva casta, de abstención en el uso del sexo, de vergüenza honesta, como de inocencia alarmada, ruborosa y pura, propia de las mujeres vírgenes (¿víctimas?) más ejemplarmente educadas (es decir las más culturalmente condicionadas y programadas). Es modestia. Modestia que es falta de ostentación y lujo, pero asimismo la virtud que nos impide hablar o pensar orgullosamente acerca de nosotros mismos.

Sin embargo, ¿por qué no podemos hablar con orgullo de nosotros mismos? ¿acaso porque ‘orgullo’ traduce: opinión exageradamente buena de sí mismo?

¡Por supuesto! y el humano en cuanto bestia es maligno.

Después la modestia se transforma en recato: que es otra gran virtud, en especial femenina, es el arte de encubrir lo que no debe traslucirse ni se debe notar, ni debe saberse; y ¿qué no se debe saber?, shhh, escribámoslo en ‘voz’ baja: nadie debe saber que nos reproducimos mediante un coito y defecamos como el resto de la fauna superior, ni que algunas porciones del cuerpo relacionadas con dichas actividades son de igual forma ‘animalescas’.

Al remontarse a las causas primarias de las palabras se revelan las arcaicas angustias, el apocamiento y los vestigios de culpa que dejó a la humanidad el abandonar el reino animal —o el tratar de hacerlo—, de ahí nuestras distorsionadas posiciones hacia los anhelos y funciones sexuales. Posiciones que van desde la más tajante reprobación hasta la tolerancia condicional, desde el remordimiento simulado hasta la sofisticación perversa. Demasiadas personas hallan ‘sucio’ el sexo; y así lo ejercitan suciamente, y por causa de nuestro doble patrón, ese envilecimiento de la sexualidad rebaja automáticamente a la mujer. Ella se transforma no en la igual del hombre sino en el objeto de su lujuria. Y como objeto, la cultura occidental moderna la ‘fabrica’ y la ‘vende’ dándole prelación a su empaque (con la esmerada diversidad industrial de la moda femenina), y a su presentación (que las empresas de cosméticos disponen).

Aún con la moderna liberación, el recato como cualidad es la capacidad de saber conservar la honra y cuidar de ella con solicito afán para no perder la castidad o seguir fingiendo que se la posee. Por eso la mujer cultural debe y tiene que ofenderse más ante la grosería que el hombre; porque la castidad consiste en reprimir y moderar los apetitos depravados de la carne, buscando la continencia absoluta.

Todo por supuesto para no caer en la grosería, en la obscenidad que incita a la lujuria (afición a los placeres materiales) que hace a las personas sensuales y abiertas en a sus sentidos. El deleite terrenal es casi criminal, y lo rechazamos de tal modo que los celos son la desconfianza que nos causa el bien ajeno; y entre los enamorados son el dolor generado por cualquier placer que el ser ‘amado’ pueda experimentar o haya experimentado fuera del contrato sexual establecido (sea este noviazgo, matrimonio, etcétera).

En el antiguo latín lo obsceno (obscenus) era lo inmundo, lo deshonesto, lo sucio; lo exótico, lo extraño, lo extranjero; y también lo infausto (o desgraciado porque traía desgracias), lo de mal agüero; y obscenas eran asimismo las partes vergonzosas y los excrementos.

Esas partes vergonzosas del cuerpo causaban vergüenza: la turbación de animo causada por el miedo a la deshonra y al ridículo y supuestamente desempeñaban acciones indignas, feas, abominables e impúdicas que afectaban el decoro.

Decoro es honor, pureza y respeto; aunque en arquitectura decoro es asimismo el arte de adornar unos edificios que simbolizan el cuerpo humano; y decorarlos equivale a vestir el cuerpo humano para hacerlo bello. Otra vez asumiendo que éste es feo en su estado natural.

No se necesita hacer esfuerzo para adivinar cuáles son esas partes vergonzosas: los genitales masculinos (pene y testículos), los genitales femeninos (vulva) y las glándulas mamarias (senos) y el ano. Y ¿por qué son vergonzosas?

Simplemente porque causan placer. Porque se involucran con procesos corporales esenciales que, para conservar la vida y prolongar la especie, van ligados a sensaciones placenteras. Tal como lo dice la vieja explicación psicoanalítica de las etapas del desarrollo sexual humano (oral, anal y fálica), lo vinculado a estas tres zonas nos genera goce; y así en lo que atañe a la boca (que por ventura no es parte vergonzosa, a no ser que se atreva a pronunciar groserías) el glotón come por disfrute y no por hambre, tal como el niño continúa con la succión de su chupo mucho después de haber llenado su estómago.

Vinculado a lo fálico (del griego ‘phallós’ que traduce pene), y por ende a lo genital, está casi todo el entramado cultural. Salvo una minoría totalmente cohibida, todos los humanos ansían el quehacer sexual y lo ejercen, con mayor o menor satisfacción. Los que sienten más remordimiento y menor gozo son los primeros en condenar toda sexualidad y a quienes la disfrutan. Se ocultan el pene y la vagina. Y hay centenares de errores y miedos acerca de la masturbación y la menstruación. Esos prejuicios fluyen por la savia del árbol genealógico humano, desde la prehistoria hasta hoy, perpetuando sensaciones de infracción, pecado o anormalidad. De esta suerte muchos niños que se masturban se sienten instantáneamente degenerados, y cuando se habla en público sobre la menstruación (o se hace un chiste al respecto) las primeras en decir que es algo ‘asqueroso’ son las propias mujeres.

La tradición de desprecio por el sexo y el acto sexual, es casi un mecanismo de defensa internacional, por eso se conocen como ‘groserías’ y se estigmatizan muchas expresiones populares que designan los órganos genitales. Por tal motivo son utilizadas como ofensa o para construir alegorías que tienden a degradar el acto del apareamiento.

Pero son los oídos de los mojigatos, llenos de filtros religiosos y morales, los que se sienten insultados al escuchar la grosería (aun cuando no se use como agravio directo contra ellos). El término ‘mojigatería’ procede del árabe ‘motagatta’ que quiere decir fingido o santurrón, que es quién hace escrúpulo de todo… o sea es irresoluto, pues ‘escrúpulo’ viene a su vez del latín ‘scrupulum’ que es una duda o inquietud que paraliza la conciencia.

Para esa persona que se perturba ante el lenguaje básico del pueblo llano, la obscenidad, o lo que en su limitación él considera como agresividad obscena, tiene un significado rotundamente tradicionalista de distanciamiento, de repudio y declaración de predominio sobre un mundo inferior que es (!sorpresa!) sexual y animal. Lo gracioso es que esa misma persona usa inadvertidamente en el habla cotidiana una terminología informal de artes y oficios que denomina «hembra» a todas las piezas que tienen una ranura, un hueco o un agujero para que en él se encajen, se introduzcan o se enganchen otras piezas respectivas denominadas «machos».

Tal léxico informal hace de cualquier acople de piezas una alusión oculta pero contundente a la cópula, y llena de contenido sexual el ejercicio de la ingeniería, el diseño y la arquitectura.

Llegamos al tan prohibido ano —aunque a tantas personas les repugne reconocer que éste juega un papel crucial en su evolución psicológica—, un punto mágico por ser una de las partes del cuerpo que (salvo algunos saltimbanquis) no podemos ver. La mayoría de los animales pueden observarse el ano, únicamente los humanos no pueden hacerlo.

El ano, ese aro muscular excretor al final del tracto digestivo, cierra el ciclo alimenticio y se relaciona en el mito y rito de muchas culturas con la visión circular del espacio y el tiempo. Por ejemplo en español la palabra ‘ano’ (se escribe en latín ‘anus’ y significa ‘anillo’ o, como adjetivo, ‘antiguo’) es muy similar a la palabra ‘año’ (equivalente al latín ‘annus’ que asimismo significa ‘tiempo’, ‘edad’; ‘revolución de la Tierra alrededor del Sol’, ‘círculo’, ‘estación’ y ‘cosecha’). Tal semejanza es común a todas las lenguas romances: así ‘año’ y ‘ano’ se escriben respectivamente ‘anno’ y ‘àno’ en italiano, ‘ano’ y ‘ânus’ en portugués, ‘année’ y ‘anus’ en francés.

Por ese origen circular común, hasta la propia historia se registra en crónicas llamadas ‘anales’.

Pero es el excremento —la sustancia que sale del ano—, el más obsceno material. Un desecho digestivo cotidiano y condenado a la vez. Todos los animales defecan al descubierto, sólo el hombre se oculta asustado para hacerlo, y ese temor es social.
Porque los niños de uno y dos años no ven en las heces fecales nada impuro o repugnante. Si se los deja se regocijan jugando con ellas, olfateándolas; son el fruto precioso de su cuerpo, una fuente de poder y placer; los padres, las normas, apremian a los pequeños a abandonar ese placer. Ellos renuncian. Aprenden a entretenerse con masas de barro, suplentes sin olor del excremento (aunque madres y profesoras a veces repelen ese barro tanto como las propias heces). Más tarde el barro es sustituido por arcilla o plastilina que son admitidas por padres y profesores. Los jardines infantiles las compran al por mayor: casi idénticas a la originaria en coloración, forma y textura.

Con los años, los infantes se apartan más de la materia fecal. Comienzan a jugar con arena, su reemplazante desecado. Aunque les distrae más recrearse en la playa o mojar la arena. Excavar agujeros, fabricar modelos y figuras! (hasta los mayores juegan ese juego). Después aprenden a pintar embadurnándose lo dedos. Y el procedimiento continúa hasta que se hacen adultos. Muchos fuman cigarros, mezclando la oralidad del mamar con la analidad que vuelve amarillos los dedos y dientes. Las mujeres acuden a sustitutos más delicados del excremento: cremas, perfumes y labiales.

Pero ya para esa etapa el asunto es una grosería que no tiene relación con la conducta adulta. Pese a ello cualquier estudiante de artes plásticas, de arquitectura o de diseño, podría darse cuenta de lo anal que es su disciplina. Porque no se puede llevar a buen término una obra sin ‘ensuciar’ la pureza original de la materia prima.

Se empieza por defecar y se continua por ensuciar, engrasar, tiznar, manchar, embadurnar, enlodar, cortar, amasar, salpicar, pintar, dibujar, trazar, representar, iluminar, matizar, perfilar, colorear, levantar, esculpir, diseñar, proyectar, cimentar, construir, erigir y —al final— edificar.

Al meditar sobre eso, las groserías ya no parecen tan inservibles porque repentinamente es evidente el encadenamiento que hay entre un humilde residuo de materia fecal —alias mierda— y la más hermosa catedral.

posted by Alfredo Gutiérrez Borrero @ sábado, abril 02, 2005 0

Malas Palabras (Parte segunda)
Por: Alfredo Gutiérrez Borrero
Originalmente publicado en www.proyectod.com el 15 de abril de 2000

Tras aclarar que las groserías cumplen una importante función en la historia y el desenvolvimiento sociocultural humanos (aunque se quiera negarlo), voy a continuar justificándolas. De paso contribuiré a desenmascarar el fraude que la miopía normativa ha cometido al censurarlas, mutilando los idiomas de tal forma que la mayoría de los diccionarios —supuestamente ‘bien hablados’—, al recopilar exclusivamente buenas palabras, se convierten en selecciones adulteradas de lenguajes inexistentes que podrán verse primorosos en los libros pero los cuales nadie habla en las calles.

Porque no existen.

El humor y la curiosidad, la inventiva, la generosidad y la originalidad, el impulso artístico y la fecundidad; todas esas particularidades deseables del comportamiento humano encuentran su fundamento y potencia en los actos básicos orales, anales y genitales de comer, defecar y copular. En su libre realización y en su natural aceptación. Por consiguiente, si la moral es la disciplina que señala los procedimientos que deben seguirse para hacer el bien y evitar el mal, lo evidentemente inmoral es que la grosería siga siendo condenada para justificar los prejuicios: esas opiniones que la mayoría de la gente, incapaz de reflexionar por cuenta propia, expresa sobre algo sin tener verdadero conocimiento de ello; sin querer queriendo, porque todos lo hacen o siempre se ha hecho así.

Lo triste del asunto es que ni todos lo hacen ni siempre se ha hecho así; pero amamos los prejuicios porque nos evitan pensar y nos hacen perezosos compulsivos, gente que llega tarde al cinema y se va del teatro cuando la película aún no se acaba (¡y luego se atreve a decir que sabe de cine!); gente que aunque no lee un texto de más de dos cuartillas (porque es muy ‘largo’) lo ojea y lo comenta con gran propiedad. Gente, en fin, que encendió hogueras, levantó cruces y construyó guillotinas en las cuales quemar, crucificar y decapitar a cualquiera lo suficientemente valeroso, o estúpido, como para recordarles su capacidad de pensar.

Todo lo que contradice la tradición y los modales decretados es inmoral. Mas no es preciso que un raciocinio o una teoría inmoral sea algo maléfico, antes bien un adelanto en el ámbito del pensamiento o de la práctica es presuntamente inmoral hasta que tiene a la multitud de su parte. Por tal motivo es conveniente salvaguardar a la inmoralidad frente a las agresiones de quienes tienen la costumbre por canon exclusivo y estiman que cualquier desobediencia a la rutina —que es su moral— es un asalto contra la comunidad, la religión y la buena conducta.

Es la inmoralidad, no la moralidad, la que requiere cuidado, es la moralidad no la inmoralidad la que debe ser limitada; ya que la moralidad usa el peso inútil de la pasividad y del fanatismo humano para hundir al que explora, con toda la crueldad indiferente del convencionalismo.

Es cierto que comunicarse de modo soez jamás ha redimido a alguien, pero eso es válido especialmente en la civilización domesticada a punta de matrículas e impuestos donde la gente cree que aprende mediante el hecho de dar a las instituciones un dinero para costear su educación. Nada más engañoso: para un ser humano la educación fundamental no es la que le dan otros sino la que él mismo se da. Pero, con su comodidad sometida al interés adulador que busca escalar una pirámide social, el que acepta hablar en idioma estudiado de puertas para afuera (y ante quien le conviene) relega la sinceridad ‘grosera’ a segundo plano. Sin embargo en privado suelta una palabrota cuando su equipo favorito de fútbol anota un gol, o la exclama al golpearse el pie contra un mueble. Y así términos versátiles que connotan alegría, tristeza o rabia, socialmente se reducen a ofensas verbales de uso restringido.

Pese a ello la expresión obscena ayuda, como una modificación rítmica, a producir un intenso efecto en el estilo del discurso verbal y escrito. Puede provocar en un lector o en una audiencia un estallido de risa, atraer súbitamente la atención perdida, o causar una perturbación rojiza en el cutis del dueño o dueña de unos ojos u oídos demasiado virtuosos (o apretados). A menudo su poderío depende de que se use con su crudeza más ‘negativa’. No obstante la grosería sufre como cualquier otra palabra de abusos expresivos por lo que hay que protegerla del desgaste descuidado, insensible y fastidioso que le dan los holgazanes de pensamiento. Los que la usan sin inteligencia.

Digamos que los auténticos ‘malhablados’ son quienes hablan deficientemente; empleando groserías o empleando cualquier otra palabra. Esa es la gran realidad: no hay groserías, sino groseros. Desde Francisco de Quevedo hasta Gabriel García Márquez, por nombrar sólo a los de lengua española, muchos grandes de la literatura usan las malas palabras.

¿Se atreve alguien por ello a decir que son groseros?

Como expresiones las groserías poseen una eficacia contundente para designar un órgano, una situación o un acto eliminando molestos tapujos y ficciones cursis. En consecuencia deben aprovecharse (ni mejor, ni peor) como cualquier vocablo, desnudándolas de su aspecto clandestino. Sólo así se evita el problema planteado por las taras culturales y se logra que mucha gente deje de oír insultos donde no los hay.
El uso de expresiones indecentes en el sermón oficial, gubernamental, social, público o universitario revela que no se admite límite entre lo que se esconde y lo que se muestra, ni distinción entre la lengua pública y la lengua íntima, o entre un habla ordinaria y un habla sapiente. No puede haber jerarquías dentro del lenguaje académico; pero el problema es que a veces al hablar francamente se estrella el orador con las costumbres más fáciles, la pereza mental y la debilidad de los pensamientos primitivos. No obstante la mala palabra bien usada indica un esfuerzo por volver a pensar en las cosas, el cual al prescindir de las prácticas expresivas comunes puede reconocerse como comienzo de un proceso liberador.

El discurso obsceno es descarado, emprendedor, desenvuelto, resuelto, determinado e inmoral. Y asimismo libre. Al ser inmoral va contra lo moral que es ético, normativo, legal y formal; y además contra eso espiritual que es puro, sin mezcla, sin mancha, no alterado, ni viciado, incorrupto e intacto; afecta lo que no ha sido tocado, lo que está completo y no ha sufrido ningún daño. Incorrupto es lo no dañado: pero el daño, conviene anotar, puede ser deterioro o también cambio, un cambio impúdico porque hiere la castidad (que de todos modos es un atributo antinatural, pues cualquier planta o animal ‘casto’ se quedaría sin descendencia y renunciaría a su misión de perpetuarse en el ciclo evolutivo).

El uso de malas palabras, cínico e imprudente, facilita la franqueza de decir las cosas sin engaño; por eso al individuo obsceno se le denomina licencioso porque es contrario a la decencia (que es la ‘limpieza’ de las buenas costumbres) e igualmente libre: tiene libertad para obrar o no obrar, no es esclavo ni está bajo la dependencia absoluta de otra persona que lo ha comprado, no está sujeto al dominio de un folklore o de alguna cosa (no está sometido: ni al deber, ni a la palabra empeñada, ni a nada).

Curiosamente obsceno es también lo picante y mordaz, lo que absorbe y corroe, lo áspero y cruel, lo pornográfico y erótico. Ahora bien, al rastrear sus orígenes ‘pornográfico’ significa ‘escrito acerca de prostitutas’ pues procede del griego ‘pornográphos’, (derivado de ‘porno,’ que viene de ‘pórne’ que traduce prostituta), y de graphos (que designa algo dibujado o escrito).

El mencionar las prostitutas, me obliga a hablar de la prostitución que es el acto de comprometer el cuerpo en contacto sexual para recibir dinero, pero además el emplear los talentos y habilidades de un individuo en algún uso indigno únicamente por moneda. En la prostitución el cuerpo o el talento, o ambos, se venden a un cliente que supuestamente siempre tiene la razón. Como casi nadie hace lo que en verdad desea hacer y la gran mayoría se dedica a hacer lo establecido, no es sorprendente que el lenguaje financiero sea tan similar al lenguaje usado en los prostíbulos. O ¿quiénes hablan más de satisfacer al cliente?

¿Las prostitutas o los empresarios?

Precisemos que la palabra cliente viene del término latín ‘cliens’ que es una persona que busca la protección o influencia de alguien más poderoso; y que a su vez ‘cliens’ está relacionado con otra expresión latina, ‘clinare’, que significa doblarse, inclinarse o arrodillarse.

De improviso surgen ante nosotros muy sutiles pero potentes relaciones, entre la prostitución, los negocios y la religión. El propio Abraham padre del pueblo judío y punto de partida para toda la tradición religiosa cristiana, fue concebido en Ur de Caldea por una práctica llamada por los entendidos: ‘prostitución sagrada’ que hacía que, una vez en su vida, las mujeres de la ciudad de Ur fueran al templo a entregarse a un extraño, para concebir, a cambio de la donación en dinero que éste hacía al santuario. Así, simbólicamente hay un vínculo entre la prostituta, la empresa y Dios como entes poderosos a los que busca el cliente para inclinarse ante ellos, sea para copular, comprar o adorar. Para muchos puritanos sugerir tal conexión es grosero por no decir blasfemo. Y todo porque esos tres arquetipos tienen que ver con la satisfacción de tres tipos de placer a los que el humano aspira: al placer carnal en la prostituta, al placer económico en la empresa, y al placer espiritual en Dios (o mediante los oficios de sus delegados los sacerdotes, rabinos, imanes y pastores en las diversas religiones).

Debido a ese deseo de gobernar —y someter, que unos individuos siempre tendrán para con otros— es que sobre el placer: esa necesidad básica del ser humano de alegría, gozo, diversión, entretenimiento, dicha y júbilo, pesan tantas restricciones. Para dominar al individuo corriente es necesario convencerlo de que es pecaminoso disfrutar, es decir es una desobediencia contra la ley divina el sentir exagerado goce y un delito contra la ley humana el procurarse satisfacción en exceso. Los que quieren mandar son los que han inculcado sobre los sumisos las nociones del sacrificio y el esfuerzo, aquellos que esclavizan a la mayoría con una larga semana laboral y establecen unas horas o unos días de recreo. Todo dosificado, medido, limitado. Sufre ahora, ríe después. Soporta en esta vida y se te premiará en el cielo.

En tal sentido y mediando especiales circunstancias la grosería, un desacato a tales mandatos, puede ser un pecado y un crimen. Porque rompe los limites, el monopolio sobre el bienestar que tienen los gobiernos, los grupos religiosos y los censores morales. Por eso es que además de ofender, la grosería genera risa.

Más fascinante aún es la afinidad que hay entre los conceptos de Dios, el dinero y el amor. Para comprenderla hay que señalar que otro sinónimo de ‘grosero’ y ‘pornográfico’ es ‘erótico’: entendido lo erótico como aquello que despierta la pasión carnal. Sin embargo erótico, viene de Eros que es el nombre griego del amor.

Eros (Cupido para los romanos), era un dios griego caracterizado como un niño alado y dotado de un arco a cuyo imperio se sujetaban los asuntos amorosos. Por tal móvil se le imaginaba como camarada y a su vez como hijo de Afrodita, la diosa del amor. Pero la potencia de Eros se entendía igualmente en un sentido cosmogónico. Como factor de coherencia entre los componentes que dan vida a las diversas formas de la realidad; en ese sentido se le consideró como uno de los seres primigenios, increados que figuraban en el mito de los orígenes del mundo.

Las principales religiones sostienen que Dios es amor.

Pero los ateos radicales dicen que el cuento de Dios es pura ‘Mierda’.

Mierda es la forma prohibida de referirse a la materia fecal, y los alquimistas del Medioevo buscaban transformar en oro esa misma sustancia. Al compararla simbólicamente con el oro el inconsciente humano revela el gran valor que ésta tiene.

Por esa, y muchas otras razones el psicoanálisis dice que el dinero es una representación abstracta de la materia fecal. La costumbre dice que hay que lavarse las manos después de defecar y también tras manipular dinero. La verborrea cotidiana habla de dinero sucio, o mal habido, y de dineros limpios y bien habidos. Aprovechados son quienes desean ganar mucho dinero sin hacer ‘ni mierda’.

Y muchos dichos populares dicen que el amor no se compra con dinero, mientras la sociedad da tamaña importancia al bienestar económico en la estabilidad de pareja.

Y podemos suponer que tampoco a Dios se lo compra con dinero, y sin embargo las religiones institucionalizadas se mantienen gracias a limosnas en dinero.

Así que aunque lo erótico pueda ser lujurioso, obsceno y vicioso es también relativo al amor; y si el erotismo es una afición desmedida al amor, ¿resulta que Jesucristo, San Francisco de Asís y compañía son eróticos?

¿Y qué relación tienen las malas palabras con la curiosidad?:

Si el niño siente placer succionando su chupo o su dedo, se le obliga a dejar de hacerlo, se le dice que sus dientes se torcerán y que al dormir meta las manos bajo las cobijas, (pero más adelante cuando el niño descubre allí otros sitios placenteros que hay en su organismo —y se los explora y acaricia— se le obliga a sacar las manos y ponerlas sobre las cobijas). A cada instante se le fijan reglas y límites. Al negársele el descubrimiento de sus genitales y su ano se le limita la curiosidad en general y se lo convierte en un conformista por el resto de sus días.

Esos es un error, porque los miembros de un niño que crece han de estar libres y moverse con facilidad dentro de sus ropas. Nada debe limitar su crecimiento, ni obstaculizar su movimiento. No hay que pretender concretar la personalidad, lo cual es sólo otra manera de deformarla. Muchas anomalías de cuerpo y mente pueden achacarse al hecho de querer hacer de muchos seres humanos lo que no son.

Y ¿qué tienen que ver las malas palabras con el humor? Bien, los humores corporales son las sustancias fluidas: la sangre, la orina, la bilis, la linfa, el semen, el sudor, etcétera., cuyo libre correr determina la salud y el estado de ánimo; pero humor es asimismo la condición de alegría o tristeza, de felicidad o enojo; sólo cuando el individuo puede referirse a, o usar sin impedimento, cualquier parte de su cuerpo tiene buen humor.

Por algo según el vulgo cuando alguien se desternilla se ‘caga’ de la risa.

¿Y qué vínculo hay entre las malas palabras y la inventiva?, para hacerlo evidente habría que referirse al doble sentido que tiene ciertamente el lenguaje; sin mucho esfuerzo casi toda frase puede ser usada en el contexto de un acto sexual imaginario. Como prueba de ello basta escuchar cualquier conversación e imaginar simultáneamente que sus protagonistas están copulando. Siempre funciona. Así la palabra es sexo y por ello la Biblia dice que en el principio fue el verbo.

¿O sería el vergo?

Ahora bien ¿cuál nexo hay entre malas palabras y: generosidad, originalidad e impulso artístico?

Para explicarlo hay que pensar en la materia fecal: el único ‘objeto’ que el cuerpo produce involuntariamente. Los simios, y los hombres primitivos se fijan mucho en la materia fecal ajena: si es abundante y homogénea indica salud y vitalidad, si está impregnada de sangre indica enfermedad o peligro (los grandes antropoides hacen deposiciones con sangre al ser molestados, y quizá la afección de hemorroides del humano moderno esté más relacionada con ese mecanismo de alarma prehistórico que con la dieta¡). En ese sentido la materia fecal es la primera señal de tránsito a la vera de la autopista de la historia.

Algunos antropólogos sostienen que el hecho de que tengamos dos intestinos tiene que ver con el paso de la comida dos veces a través del tracto digestivo: por ello, señalan, en principio todos fuimos coprófagos; lo cual es evidente en la conducta de los gorilas, animales que cuando tienen deficiencias proteicas defecan en su mano para digerir de nuevo el alimento. Y comen el excremento tibio. Otras teorías anotan que ese consumo de excremento fue la base de la costumbre hoy mundialmente extendida de calentar el alimento (algo que fuera del humano no hace ningún animal en la naturaleza).

Anota también el psicoanálisis que desde temprana edad en la vida, el niño advierte que el excremento es una parte de su cuerpo que puede expulsar o retener, y que sus padres se interesan mucho por la forma como lo hace. Es el primer regalo, decía Freud, que el niño hace a su madre. Envolverlo en pañales es el punto de partida del culto al empaque. Según como se aborde el tema en nuestro entorno infantil algunos nos hacemos ahorrativos y modestos (o estreñidos) y otros derrochadores y creativos (o sueltos). Algunos coleccionamos y otros regalamos; por ello, pedos, ventosidades y flatulencia, eructos y demás siguen siendo motivo de chiste en especial en el sexo masculino a lo largo de toda la vida. Y si por cualquier motivo no hay placer en esas actividades, surgen inevitablemente trastornos físicos y emocionales.

Al estudio de los excrementos se lo denomina escatología (del griego ‘skatos’ excremento y ‘logos’ tratado) aunque además, escatología es popularmente una broma indecente. Pero los misterios prosiguen, pues escatología es también la doctrina referente a la vida de ultratumba porque en griego ‘eskatos’ es asimismo ‘lo último’.

Como sintetizar en un libro la teoría general de la grosería no es la idea en este instante. Añadiré por ahora que lo obsceno es también morboso, y morboso es lo relativo a la enfermedad. Mas si la enfermedad es una alteración en el funcionamiento orgánico: ¿Quién, entonces, funciona mejor? ¿el que se ‘prohibe’ algunas partes de su cuerpo, o el que les da a todas libertad y se refiere a ellas sin ningún misterio?

A los posibles perturbados por esta disertación, les dedico como reflexión final el capítulo 10, versículo 26 del evangelio de San Mateo qué dice: “Así que no los temáis; porque nada hay encubierto, que no haya de ser manifestado; ni oculto que no haya de saberse”.

posted by Alfredo Gutiérrez Borrero @ sábado, abril 02, 2005 0 comments

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